Lo lamento Carlos, no hay más trabajo. Fueron las últimas palabras que escuchó de parte del supervisor de la obra en la que trabajaba. Aparentemente El nuevo gobierno había cancelado el contrato que tenían para recoger los escombros de la obra de construcción del puente sobre la avenida 5 y le había asignado esa labor a un grupo de recolectores recomendados por uno de sus amigos políticos, como siempre sucede. Mientras caminaba de regreso a su rancho ubicado en la invasión en la ladera de la montaña en el límite sur de la ciudad, Carlos se preguntaba qué haría de ahora en adelante. La última paga le alcanzaría para alimentar a su familia durante una o máximo dos semanas, Ojalá lograra conseguir otro empleo antes de que ese dinero se le terminara.
A medida que pasaban los días Carlos salía a buscar empleo en oficios varios, pero no era tarea fácil encontrar trabajo para una persona sin formación alguna, sin ningún arte, sin ninguna destreza, lo único que sabía hacer era lo que pudiera realizar con sus propias manos, labores básicas de limpieza y carga, lamentablemente, hombres como él había por miles en esa ciudad y todos en la misma situación de desempleo.
Dos semanas han pasado desde el día que lo despidieron de su empleo, Solo un poco de arroz queda en la despensa, no hay nada más para alimentar a su mujer y cuatro hijos hambrientos, porque eso de procrear a Carlos si se le daba Bien, o al menos eso pensaba él. A sus 26 años ya había engendrado 2 niños y 2 niñas. El menor era aún un bebé de brazos y la mayor tenía 7 años. Carlos no estaba seguro de su paternidad porque ninguno de sus hijos se le parecía mucho y además desconfiaba de las actividades de su mujer cuando él no se encontraba en casa, pero de todos modos con abnegación proveía para todos ellos dentro de sus capacidades. Mas hoy no estaba cumpliendo con ese, su único deber, proveer para su mujer y los niños. Era un día particularmente triste en la ya casi miserable vida de Carlos.
Mientras caminaba sin un rumbo definido, en la mente de Carlos, los pensamientos de frustración, impotencia y resentimiento iban creciendo poco a poco, culpaba al gobierno por haberlo dejado sin trabajo, a su antiguo jefe por la misma razón, a su esposa por sus infidelidades, a sus padres por no haberle traído al mundo en una mejor situación y
a todo el mundo en general, en su mente todos eran culpables de su situación, todos menos él mismo.
Se detuvo en un semáforo cualquiera mientras se debatía entre dos ideas: Para llevar comida a su casa hoy tendría que mendigar o robar. Ya no había tiempo para un empleo, ya estaba harto de esta ciudad y de su falta de oportunidades, en su interior sentía que merecía mucho más y envidiaba a todos aquellos que tenían lo que él tanto deseaba. Carlos no era una persona especialmente valiente o arriesgada así que optó por la opción que le pareció menos arriesgada, Mendigar.
Era difícil pedirles dinero a los transeúntes ya que estos le miraban con una mezcla de miedo, repugnancia y desprecio. Pensó que quizás sería más fácil si le pedía dinero a los autos que se detuvieran en el semáforo, pero la mayoría tenían las ventanas cerradas y los vidrios polarizados, precisamente para evitar lidiar con este tipo de situación. En un momento se detuvo en el semáforo un auto convertible, Carlos no sabía lo suficiente de autos como para identificar la marca y el modelo, pero era lindo y se veía nuevo, debía pertenecer a alguien con dinero. En su interior había un hombre de un poco más de 20 años, con gafas oscuras, una gorra que usaba con la visera hacia atrás. Un lujoso reloj y varios anillos adornaban su mano izquierda con la que sujetaba el volante mientras que con la otra mano acariciaba la pierna de la joven y hermosa chica que estaba en el asiento del copiloto. La chica parecía perdida en sus pensamientos, quizás analizando la profundidad de la letra del reggaetón que iban escuchando en la radio mientras comía unas papas fritas de paquetito.
Carlos debía darse prisa, había menos de medio minuto antes de que el semáforo cambiara nuevamente a verde y se perdiera la oportunidad. Se decidió y se acercó al conductor y le pidió dinero. Este lo miro desde atrás de sus gafas oscuras por un momento, no cambió para nada su expresión y volvió a mirar al frente, pasaron unos segundos que parecieron eternos mientras Carlos esperaba indignado una respuesta, el semáforo cambió a verde, el conductor justo antes de arrancar arrebató la bolsita de papas a su acompañante y se la arrojó a Carlos golpeándole con ella el rostro. Mientras Carlos veía caer al suelo y derramarse las papitas que salieron del paquete, el convertible se alejaba a gran velocidad haciendo alarde de su potente motor.
Carlos se agachó y recogió el paquete, incluyendo las papas que se habían derramado. Se puso de pie lentamente y mientras llevaba una papa a su boca, una lagrima resbalaba lentamente por su rostro. Fue en ese momento que tomó la decisión, tendría que optar por la segunda opción.
Algunos minutos habían pasado desde el episodio con el convertible y Carlos presa de una ansiedad desbordante aguardaba su víctima, había decidido atacar al conductor del siguiente auto que se detuviera, no importaba si era lujoso o modesto, cualquiera debía tener más que él, cualquiera podría solucionar su situación inmediata. El semáforo cambió, palpó con su mano para asegurarse que aún tenía en la cintura de su pantalón el viejo cuchillo de cocina que había sacado de su casa, estaba bien afilado, aunque un poco oxidado. Un lujoso auto negro de tipo sedan con la ventanilla abierta se detuvo y Carlos instintivamente se acercó a la ventanilla al tiempo que sacaba con su mano derecha el cuchillo de entre su pantalón, Acto seguido, sin pensarlo lo puso en el cuello del conductor mientras con voz temblorosa le pedía que le entregara su billetera, el conductor presa del pánico y también sin pensar pisó el acelerador de su auto y éste se movió, unos centímetros bastaron para que el viejo cuchillo de Carlos se hundiera en la piel de su cuello y con su fría mordedura cortara a su paso todo cuanto encontrara. La herida fue profunda y sangraba abundantemente. Carlos paralizado por el miedo no se percató de que una multitud se reunió a su alrededor y uno de los integrantes de dicha multitud le tiró al piso mientras otro le despojó de su cuchillo. Carlos casi no sentía los brutales y diversos golpes que la indignada turba le propinaba, su mirada estaba fija en los ojos ya sin vida del cuerpo que aun sujetaba el volante del lujoso auto negro. La justicia ciudadana se hizo cargo de Carlos, sin que nadie interviniera fueron tantos los golpes que Carlos cerró los ojos y poco a poco sus reacciones instintivas para protegerse fueron cesando hasta que al fin perdió el conocimiento. Lo último que sintió fue un agudo dolor en el estómago, no supo si era el hambre o si alguien había usado en él su propio cuchillo oxidado.